miércoles, 28 de enero de 2009

Eran altos como torres de marfil y no tenían falta de mirar por encima del hombro a nadie. No tenían falta de mirarlos siquiera. Brillaban en sus salones hechos para brillar, con sus espejos y sus joyas regaladas y apropiadas. Estaban en el mundo más burdo y material jamás inventado. No valían nada porque eran propiedad privada de ellos mismos.
El único problema era y sigue siendo que las torres se caen, y cuanto más alta es la torre, más fuerte la caída. Aunque siempre queda la posibilidad de que habiten torres que se levantan dos centímetros del suelo con la prepotente imaginación de que son las torres más altas del reino. Y que las joyas sean de cuarzo quebroso.

Las cabañas de paja son más altas que un palé de madera. El azabache de los artesanos del pueblo tiene más valor que el trozo de cuarzo.

martes, 20 de enero de 2009

Si se cae un tejado, agarre la niebla.
Si se tumba un zapato, encienda la cera.
Si se saltan las tuercas, apague el tendal.
Si se viste, desvístalo.

Y si no puede, haga un crucigrama y deje de pensar.

sábado, 17 de enero de 2009

Do you, Mister Jones?



Estoy empezando. Estoy empezando a agarrar el tiempo y los segundos, estoy sintiendo la vida entre mis dedos. Después de tanto tiempo deslizándose sin control, al final, siempre vuelve. Si mi vida está en mi mano, yo tengo el control de poder sentirla como quiera sentirla. Como mi vida me pertenece yo no puedo pertenecer a lo que siento, lo que siento me pertenece y está dentro del mundo de las cosas que con el puño cerrado, agarrándolas, se modelan suavemente. Al ritmo de baladas de hombres delgados como yo se toma la conciencia y la certeza sobre esto. No-caminar cabizbajo, alzando la mira desafiando al mundo, desafiando a Dios. Se tuerce entonces una sonrisa dantesca en los labios: es la respuesta que alimenta las intenciones ocultas de cualquier hombre.

Pertenecer a si mismo.

Podrán caer las vigas que sujetan el cielo en su sitio porque no me moveré de mi lugar, las vigas se tendrán que apartar. No es mi culpa que Dios disponga de construcciones tan endebles. Ya me imagino a Dios como el tío que está metido en el chanchullo de las subcontratas, lleno de capas como las cebollas. Farsante.


“Porque tú sabes que algo está pasando, pero no sabes lo que es. ¿Lo sabes, Mister Jones?”

martes, 13 de enero de 2009

Sara



Él llevaba tiempo vagando en el bosque prohibido, acostumbrado a sentirse desnudo. No tenía problemas porque no solía haber nadie por esos parajes, y cuando de vez en cuando algún intrépido bastardo iba al bosque, éste se limitaba a ver al hombre desnudo como el colmo de lo antediluviano. Así que miraba al frente y el hombre bastardo seguía caminando y desaparecía.
Una mañana llegaron las hachas y el ruido al lugar, por lo que se le acabó la sombra y el andar desnudo, pronto tuvo que acostumbrarse a las miradas férreas sobre su nuca. Él era el engendro que se solía pasear siglo atrás por la plaza del pueblo, y todo lo sabían.
Hablaba otro idioma. Sentía en otro idioma. Vivió de la beneficencia, de los restos que otros despojaban de sus inabarcables vidas.
De vez en cuando aparecían personas que decían entender su lengua; en el fondo eran buscadores aburridos en nómina del recién coronado rey. Era algo sencillo de sospechar, ya que todos tenían desalentadoras espadas cargadas de rubíes. Así pues, muchos prometían conocer y entender, pero caían como moscas del escalón. Al final quedaban un par de marginados parecidos a él, que obviamente no tenían espadas de rubíes ni le trataban de “vuestra merced”.

Llegado el día, se fugaron de ese pueblo en dirección a la gran ciudad pestilente de la época. Era la urbe más caótica y nauseabunda que se recordaría en los anales (de culo, de oler a mierda) de la historia: Calles pequeñas, hacinamientos, calderos por las ventanas, niebla penetrante, canales de agua marrón… Era el paraíso.
Fueron ellos a partir de ese momento los que se pusieron manos a la obra para buscar a sus marginados, a su reflejo por aquel lugar. Y salieron a montones, como ratas tras el flautista de Amelín, pero aparecieron también pequeños burgueses y nobles en desgracia, los cuales decían formar parte de aquello y no de lo otro.
Los marginados discutían. Aquellas personas eran las mismas que les hubieran arrastrado por las calles con los pies atados a un caballo. Temían que ellos mismos se hubiesen convertido en otra moda del mundo que tanto detestaban, en el descanso de los burgueses deprimidos por su vida de apariencias y del “qué dirán” de la época.
Al final decidieron aceptarlos a todos. Se acabarían yendo por propio pie aquellos que realmente fueran los mentirosos aduladores.
Él se enamoró de una cortesana que dijo de haberse enamorado también de él. El resto de los marginados lo aceptaron, pero no sin recelos, pues temían que la cortesana se sirviera de su nueva posición para ejercer influencia sobre su estrenado monarca. En el fondo nada más lejos de lo cierto, pues ella sabía que a él no podría influirlo de esa manera ni de la otra.
Ella no lo aduló, incluso fue distante por momentos. Él fue quien a ella adoraba, porque en ocasiones sentía su cuerpo frío en la noche.
Puede que verdaderamente él pensara que ella no tardaría en claudicar ante una moda dolorosa, puede incluso que se sorprendiera de que ella no lo abandonara cuando el resto de sus compañeros de corte se aburrieron. Puede que al principio fuera una aduladora y después en la proximidad distinguiera que ellos y él sólo eran una moda de sí mismo y que no supiera qué decir para zafarse y escapar.
Sin embargo, es posible también que ella no mintiese y que sintiera lo que no mostraba sentir. Él no había previsto una situación así en sus cuadernos dónde anotaba cada paso de su plan para conquistar las tierras norteñas. No estaba en sus planes desde que terminó años antes desnudo en el bosque prohibido.

Terminaron por ser millones en una ciudad de millones y pronto se expandieron al resto de ciudades menores. Ellos eran la peste negra de los poderosos, la peste negra del Rey.
Hordas de guerreros, una tras otra, fueron explotando frente a las defensas de cuchillos y palos con cristales de la pestilencia. Las ganas de sobrevivir y de ser eran mayores que el mejor de los hombres del Rey con su espada de platino. Cada una de aquellas sucias y andrajosas personas era capaz de morir tres veces, si hacía falta, por defender al reino de su propia tiranía.
Él era la cabeza visible, quien había originado todo aquello, el alma y la voz del nuevo orden, pero pronto se vio superado por sus sueños de amor, sueños en los que su amor era pesadilla y su pesadilla era despertar cada noche sobresaltado, buscando con su mano el cuerpo frío que le acompañaba. Era él, el hombre más poderoso de todos y el hombre más débil.

La revuelta triunfó, ya sin él, y los andrajosos fueron en derecho real a existir. Él siguió existiendo, pero sin sus harapos y sin su historia. Ahora era él un burgués a ojos de los mendigos, ya no recordaban que había sido él quien les había dado un nombre y quien se lo había quitado a sí mismo.

viernes, 9 de enero de 2009

Luz


Hacía tiempo, mucho tiempo que no recogía una noche de horas profundas para invertirla en la lectura. Yo siempre he sido una especie de lector bipolar. Cuando tengo un libro que leer, no lo leo, lo devoro. Tanto es así que mis familiares se sentían mal cuando me regalaban un libro porque al día siguiente ya lo había terminado. Sin embargo, cuando no tengo nada que leer, no leo nada, no busco nada que leer. Son los libros los que vienen a mí y soy yo quien los devora, en ningún caso soy yo quien consigue ser devorado por los libros. En definitiva, siempre ha sido menor mi necesidad de lectura que la necesidad de escribir.


De todos modos, siempre he reconocido propiedades psicotrópicas en algunos tipos de lecturas. Recuerdo el día que leí El lobo estepario. Fue una recomendación de mi hermana que por aquellos tiempos sabía en qué encrucijada me encontraba. Cuando empecé a leerlo, de mañana, pensé en que leería un poco y después saldría por la tarde a tomar unas cervezas con la gente o lo que fuese, pero cuando llegó la tarde y la gente me preguntaba si saldría, ya no podía dejar de leerlo porque también me había convertido en un lobo estepario, o en todo caso había encontrado un nombre.

Siempre he adorado leer compulsivamente por la noche. Yo no soy de los que racionan un libro en pequeñas dosis, necesito que me atrape y que me disfrace por completo. Adoro la sensación de confundirme con la lectura hasta no poder despegarme de la vida que narra. Por eso, leer un libro y terminarlo a altas horas de la madrugada es un placer sin parangón. Leer la última palabra, leer el punto y final, despegar la mirada y no pensar en mí ni en nada que me rodeé, olvidar mi vida y olvidarme de mí. Es difícil explicar qué se siente cuando cierras el libro, te levantas y te pones el pijama para meterte en la cama. Sencillamente no creo que se pueda explicar porque no pertenece a este mundo, pertenece al libro que acabas de cerrar. Y cuando tu cuerpo yace ya entre las sábanas, esas sábanas no son de ningún sitio, esa cama no es ninguna cama, las sábanas y la cama pueden ser de cualquier mundo. Lo único que en esos momentos es real es que la realidad es aparente y yo estoy en otro sitio, muy lejos, distante. Pero tal vez paralelo, con finos hilos de nailon que sujetan que uno no de desplace del otro. Siempre he asimilado esos hilos como anclajes contra la locura.

martes, 6 de enero de 2009


Se deslizan de tarde a mañana

Y para que el tiempo no pase,
Se vendan los ojos.
No entienden de juzgados de guardia,
Sólo de guaridas descolocadas
Mientras la boca se tapa el tahúr.
La seda roja es del ventrílocuo
Y los ojos saltones también,
Pero se tapa los labios y falla:
Un agujero hay en su panza,
Del muñeco, que no habla solo,
Y de ahí se disparan las balas
Que copan de platino el azul.

Seda roja, para los labios.