martes, 22 de marzo de 2011

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Al fin y al cabo, la Osa Mayor no deja de ser una soga al cuello. Y yo, que debería de estar ya más que acostumbrado a esa índole de estrujamientos, no puedo sin embargo dejar de fabular sobre el final de su tiempo, ese periodo concreto en que el terminar de las cosas supone un nuevo comienzo en otro plano distinto, con barro, también, claro, pero de distinto sabor. Todos los ojos que vi como mariposas juguetonas se están convirtiendo en polillas. Todas las palabras que un día blandí con orgullo se encuentran hoy obsoletas, en desuso o perdidas. Yo no perdí labia, perdí mis labios y un dicharachero trovador del otoño me susurró después al oído: “¿de verdad los quieres de vuelta? Yo sé dónde se encuentran, te lo podría decir”.

Claro que él no lo sabía, estuvo jugando conmigo, quería mi sufrimiento de ‘final del hombre’ para su propia inspiración.

Siempre es demasiado tarde, eso lo dicen los gatos con sus ojos inquisidores. Pelaje suave, blanditos. Si ronronean casi puedes percibir su amor y sin embargo no es amorosa su intención, sino el más religioso aviso de calamidad.

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