martes, 6 de julio de 2010

Mate de pota


Me gusta el mate de pota porque no se concentra en exceso, siendo su amargor una suave caricia que envuelve la lengua por todo costado.

Me gusta el mate de pota porque no es excitante, y así liquida los ejércitos de hormigas que pululan danzando y saltando con sus lanzas sobre mi abdomen.
Me gusta el mate de pota, sobre todo cuando el porcentaje de agua es menor del 10% del peso total; así su caricia, sin ser una gota hirviente, sopesa en equilibrio las bondades del mundo y las tristezas del hombre, que son una y a nadie, mate de pota mediante, importan una mierda.
Adoro el mate de pota, porque permite seguir respirando sin que el azufre del mundo obligue a retorcerse en mil muecas, que no dejan de ser acrobacias en bigotes de roedor.
Adoro el mate porque cuando éste flota en la pota, humedecido, tiene la misma apariencia que el oro-verde-pálido. Oro-verde-pálido que crece libremente en las cunetas de Bután.
Adoro el mate de pota porque evoca familiares lejanos, y así fantaseo con su valor hedónico ajeno, impropio, robado en mis neuronas al tumbarse en la cama todas las tardes del chico que quiso ser hombre y que ahora, sólo quiere ser nube.

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