martes, 24 de junio de 2008


He recordado los motivos que cambian los planteamientos. Suele ocurrir que cuando me voy a cualquier lugar alejado de este antro, sé que voy a volver. Da igual lo maravilloso que sea, porque tendré que volverme a encerrar sin probar las oportunidades que el lugar alejado ofrece, o no. No habrá paseos por los barrios antiguos, no habrá gastronomía típica y seguramente ni siquiera un banco donde sentarse bajo los árboles de un parque. Es por eso, que para irme a Madrid o a cualquier otro maravilloso lugar, he de concienciarme de que volveré y de que de nada servirá enamorarse del calor, de la suciedad impregnando las paredes de las calles, de las tiendas obsoletas con una tapia de madera al lado de otras absolutamente modernas, del cielo, de las zonas laberínticas, del metro, de los millones de personas, de los hirvientes pasos de cebra, de los pisos de locas que ponen tabiques para hacer habitaciones-zulo, de los colores, de los idiomas, de los pensamientos ensimismados.
Supongo que el problema es que los lugares alejados de este antro también saben que voy a volver y que jamás me podré enamorar de ellos.

Y anoche, el chisporreteo de las llamas (escasas), suficiente para quemar los propósitos y despropósitos, siendo también suficiente para saber por qué no me debo encandilar de esos lugares alejados cuando estoy tan cerca.

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