viernes, 9 de enero de 2009

Luz


Hacía tiempo, mucho tiempo que no recogía una noche de horas profundas para invertirla en la lectura. Yo siempre he sido una especie de lector bipolar. Cuando tengo un libro que leer, no lo leo, lo devoro. Tanto es así que mis familiares se sentían mal cuando me regalaban un libro porque al día siguiente ya lo había terminado. Sin embargo, cuando no tengo nada que leer, no leo nada, no busco nada que leer. Son los libros los que vienen a mí y soy yo quien los devora, en ningún caso soy yo quien consigue ser devorado por los libros. En definitiva, siempre ha sido menor mi necesidad de lectura que la necesidad de escribir.


De todos modos, siempre he reconocido propiedades psicotrópicas en algunos tipos de lecturas. Recuerdo el día que leí El lobo estepario. Fue una recomendación de mi hermana que por aquellos tiempos sabía en qué encrucijada me encontraba. Cuando empecé a leerlo, de mañana, pensé en que leería un poco y después saldría por la tarde a tomar unas cervezas con la gente o lo que fuese, pero cuando llegó la tarde y la gente me preguntaba si saldría, ya no podía dejar de leerlo porque también me había convertido en un lobo estepario, o en todo caso había encontrado un nombre.

Siempre he adorado leer compulsivamente por la noche. Yo no soy de los que racionan un libro en pequeñas dosis, necesito que me atrape y que me disfrace por completo. Adoro la sensación de confundirme con la lectura hasta no poder despegarme de la vida que narra. Por eso, leer un libro y terminarlo a altas horas de la madrugada es un placer sin parangón. Leer la última palabra, leer el punto y final, despegar la mirada y no pensar en mí ni en nada que me rodeé, olvidar mi vida y olvidarme de mí. Es difícil explicar qué se siente cuando cierras el libro, te levantas y te pones el pijama para meterte en la cama. Sencillamente no creo que se pueda explicar porque no pertenece a este mundo, pertenece al libro que acabas de cerrar. Y cuando tu cuerpo yace ya entre las sábanas, esas sábanas no son de ningún sitio, esa cama no es ninguna cama, las sábanas y la cama pueden ser de cualquier mundo. Lo único que en esos momentos es real es que la realidad es aparente y yo estoy en otro sitio, muy lejos, distante. Pero tal vez paralelo, con finos hilos de nailon que sujetan que uno no de desplace del otro. Siempre he asimilado esos hilos como anclajes contra la locura.

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