martes, 13 de enero de 2009

Sara



Él llevaba tiempo vagando en el bosque prohibido, acostumbrado a sentirse desnudo. No tenía problemas porque no solía haber nadie por esos parajes, y cuando de vez en cuando algún intrépido bastardo iba al bosque, éste se limitaba a ver al hombre desnudo como el colmo de lo antediluviano. Así que miraba al frente y el hombre bastardo seguía caminando y desaparecía.
Una mañana llegaron las hachas y el ruido al lugar, por lo que se le acabó la sombra y el andar desnudo, pronto tuvo que acostumbrarse a las miradas férreas sobre su nuca. Él era el engendro que se solía pasear siglo atrás por la plaza del pueblo, y todo lo sabían.
Hablaba otro idioma. Sentía en otro idioma. Vivió de la beneficencia, de los restos que otros despojaban de sus inabarcables vidas.
De vez en cuando aparecían personas que decían entender su lengua; en el fondo eran buscadores aburridos en nómina del recién coronado rey. Era algo sencillo de sospechar, ya que todos tenían desalentadoras espadas cargadas de rubíes. Así pues, muchos prometían conocer y entender, pero caían como moscas del escalón. Al final quedaban un par de marginados parecidos a él, que obviamente no tenían espadas de rubíes ni le trataban de “vuestra merced”.

Llegado el día, se fugaron de ese pueblo en dirección a la gran ciudad pestilente de la época. Era la urbe más caótica y nauseabunda que se recordaría en los anales (de culo, de oler a mierda) de la historia: Calles pequeñas, hacinamientos, calderos por las ventanas, niebla penetrante, canales de agua marrón… Era el paraíso.
Fueron ellos a partir de ese momento los que se pusieron manos a la obra para buscar a sus marginados, a su reflejo por aquel lugar. Y salieron a montones, como ratas tras el flautista de Amelín, pero aparecieron también pequeños burgueses y nobles en desgracia, los cuales decían formar parte de aquello y no de lo otro.
Los marginados discutían. Aquellas personas eran las mismas que les hubieran arrastrado por las calles con los pies atados a un caballo. Temían que ellos mismos se hubiesen convertido en otra moda del mundo que tanto detestaban, en el descanso de los burgueses deprimidos por su vida de apariencias y del “qué dirán” de la época.
Al final decidieron aceptarlos a todos. Se acabarían yendo por propio pie aquellos que realmente fueran los mentirosos aduladores.
Él se enamoró de una cortesana que dijo de haberse enamorado también de él. El resto de los marginados lo aceptaron, pero no sin recelos, pues temían que la cortesana se sirviera de su nueva posición para ejercer influencia sobre su estrenado monarca. En el fondo nada más lejos de lo cierto, pues ella sabía que a él no podría influirlo de esa manera ni de la otra.
Ella no lo aduló, incluso fue distante por momentos. Él fue quien a ella adoraba, porque en ocasiones sentía su cuerpo frío en la noche.
Puede que verdaderamente él pensara que ella no tardaría en claudicar ante una moda dolorosa, puede incluso que se sorprendiera de que ella no lo abandonara cuando el resto de sus compañeros de corte se aburrieron. Puede que al principio fuera una aduladora y después en la proximidad distinguiera que ellos y él sólo eran una moda de sí mismo y que no supiera qué decir para zafarse y escapar.
Sin embargo, es posible también que ella no mintiese y que sintiera lo que no mostraba sentir. Él no había previsto una situación así en sus cuadernos dónde anotaba cada paso de su plan para conquistar las tierras norteñas. No estaba en sus planes desde que terminó años antes desnudo en el bosque prohibido.

Terminaron por ser millones en una ciudad de millones y pronto se expandieron al resto de ciudades menores. Ellos eran la peste negra de los poderosos, la peste negra del Rey.
Hordas de guerreros, una tras otra, fueron explotando frente a las defensas de cuchillos y palos con cristales de la pestilencia. Las ganas de sobrevivir y de ser eran mayores que el mejor de los hombres del Rey con su espada de platino. Cada una de aquellas sucias y andrajosas personas era capaz de morir tres veces, si hacía falta, por defender al reino de su propia tiranía.
Él era la cabeza visible, quien había originado todo aquello, el alma y la voz del nuevo orden, pero pronto se vio superado por sus sueños de amor, sueños en los que su amor era pesadilla y su pesadilla era despertar cada noche sobresaltado, buscando con su mano el cuerpo frío que le acompañaba. Era él, el hombre más poderoso de todos y el hombre más débil.

La revuelta triunfó, ya sin él, y los andrajosos fueron en derecho real a existir. Él siguió existiendo, pero sin sus harapos y sin su historia. Ahora era él un burgués a ojos de los mendigos, ya no recordaban que había sido él quien les había dado un nombre y quien se lo había quitado a sí mismo.

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