viernes, 21 de septiembre de 2007

Maniatado sol

Sus pies le llevaban, paso a paso, metro a metro, hacia la salida. Era un vestíbulo pobre estéticamente y se podía olfatear un penetrante olor a limpieza. Uno de muchos, otro edificio antiguo en pleno centro neurálgico de la ciudad. Su pie derecho ganaba terreno tras descender el último escalón de la crujiente escalera de madera. Sus ojos estaban posados en la sucia calle que se dejaba apreciar tras los cristales de la puerta.
Dirigiéndose estaba, en compañía, mientras cada pequeña porción de tiempo se hacía interminable. Entre una y otra, sus sentidos eran capaces de analizar cada peculiaridad bloqueadora de sentidos ávidos de sensaciones. Era dulce cada mota de polvo tendida sobre el suelo de mármol. Eran armónicos todos y cada uno de los pasos que hacían distar menos de la luz templada de un sol asfixiante. Presionó el botón que libraría la puerta de su sujeción mecánica. Abrazó con su palma de la mano el mango de la puerta con la fuerza de unos músculos que pretenderían abrirla. Y abriéndola estaban, cuando unos ojos aparecieron en el marco de la puerta, en el trasluz de un vestíbulo pobremente iluminado, con colores que hacían oposición a encontrarse en los muros de cualquier hospital.
Primero fueron los ojos, después, tras la insistencia de las miradas, fueron los labios los que esbozaron una sonrisa. Era un encuentro casual, peculiar, ajeno a cualquier convicción. Eran dos cuerpos atrapados en escasos metros. Era cada movimiento, cada duda, cada trozo de piel cautivo en la sensación infantil de un juego de miradas. Él la dejó pasar, bloqueado por el miedo de aquella sonrisa y solo quedó un cabello castaño al son de pasos decididos, atrapado en tiempo. Atrapado en el tiempo de aquellas sonrisas infantiles y aquellos ojos dulcemente femeninos.
Dos, tres, cuatro pasos los fueron alejando. Él solo se pudo quedar con el perfume que delicadamente envenenaba cada milímetro del aire. La resignación de la creciente distancia de su pelo deslizado sobre un cuello temeroso de la calidez de cualquier beso.
Ella estaba lejos y él también. Él la sintió desconocida.
La sintió desconocida hasta que se percató de que su perfume la noche anterior había estado a escasos centímetros sobre la basta tela del mismo sofá. Solo entonces entendió que volvería a verla y pudo sentir la escasez de su presencia.

Era lo que necesitaba. Eso fue lo que pasó.

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