domingo, 2 de noviembre de 2008

Debajo de una luna silenciosa, abriendo los ojos para dejarse cegar, estaban. Señalaban al cielo oscuro, veían una diminuta estrella y les parecía fantástica. Cada una de sus pulsaciones de colores, si se convirtiera en sabor, encarnaría todos los tipos de caramelo. Veían el caramelo de menta y el de anís, dejaban la lengua anestesiada. El caramelo de fresa con su aroma pegajoso en los labios, la punta de la lengua, saliva esparciéndose como infusión de amapolas desparramada sobre el mantel.

Debajo, justo debajo, la tierra fría, hierba mojada, el mundo real. Ellos solo miraban arriba. Sí alguien agarraba sus cabezas y les obligaban a mirar al suelo, lloraban desconsolados.

Noches frías. Pulsaciones hirviendo.

Respiraban a pulmón abierto, como si por más fuerza quisieran lograr que las estrellas entraran hasta sus pechos para convertirlos en mero polvo de estrella.

El mundo real estaba bajo sus pies, inquisidor.

Uno bajó la mirada, se agachó y besó el suelo desconsolado. El otro siguió mirando al cielo.

Cuando el desconsolado levantó su cara del suelo ya no pudo encontrarle, el otro estaba ya en otro tiempo distinto.

Cuando el día llegó al último soñador de la estrella, era demasiado tarde, ya no había nadie a su lado deseoso de esperar por una noche más.

Desaparecidas las noches
ellas vagaron ocultas,
estrellas desnudas
cubiertas de dudas,
mintiendo el reflejo de un tiempo distinto.


Sólo tiempo bajo el reflejo. La estrella está muerta, su luz son las últimas palabras de su testamento.