domingo, 2 de noviembre de 2008



Miré embelesado mi muñeca. “No puedo estar muerto” pensé, mi dedo índice entonces se posó sobre los tendones, sobre las venas, con la esperanza de sentir alguna pulsación. “No puedo estar muerto” pensé, los colores revoloteaban sobre un fondo monocromático, zonas romboidales de colores sobre un fondo monocromático. Revoloteaban sin posarse sobre mi retina, deduje que lo monocromático debía de ser el fondo pero también pude haber pensado que el fondo eran los colores. Ahora que me paro a pensar si estuve muerto o no estuve muerto me asalta la duda. No había pulso, podía estar muerto, el fondo era monocromático, las alas eran policromáticas, las alas eran monocromáticas, el fondo era policromático. ¿Existía alguna diferencia? Todos los colores me pertenecían por igual, el resto era una cuestión meramente perceptiva, pude no sentir el pulso por el frío en mi dedo índice, inhibición de la sensibilidad. “No pude estar muerto” pienso, pero la seguridad no cubre el espectro de posibilidades. Un jardín en cada poro lo alteraba todo y había paraguas rojos y blancos y yo pensaba que debajo podía estar Wally, o un hombre disfrazado de conejo. Si hubiese estado muerto, debajo del paraguas podría haber habido cualquier cosa, hasta una maceta con orquídeas rosas y naranjas. Los líquenes después de casi un año de secado huelen a perfume, tierra húmeda con millones de porciones de moléculas olorosas diferentes por cada centímetro cuadrado. El color predominante es el marrón de la tierra, pero hay tonos violetas que no puedo encajar en el olor del liquen seco. Es amargo, penetrante, al principio suave pero después de dos segundos de inspiración se vuelve tosco, con mucho cuerpo, y aparecen esos tonos que no son fáciles de encajar. No me recuerda a ningún olor que tenga catalogado en la memoria. Me frustra.

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